El fotógrafo ambulante
Si bien las primeras fotografías comenzaron a realizarse a
partir de 1835 con el descubrimiento del daguerrotipo, no fue sino hasta
mediados del siglo XX cuando las cámaras fotográficas se convirtieron en un
objeto que, aunque costoso, podía encontrarse en algunos hogares.
Hasta entonces, inmortalizar un evento familiar, una reunión
o un retrato eran verdaderos acontecimientos que obligaban a acudir a un
estudio fotográfico si se trataba de una ciudad o, en el caso de los pueblos,
esperar la visita del único profesional que podía efectuar el milagro:
el fotógrafo
ambulante.
Cargando con armatostes tan pesados y aparatosos como
delicados en su manejo, los fotógrafos ambulantes recorrían pueblos y pequeñas
ciudades ofreciendo sus servicios de forma casual o premeditada.
Cuando cada fotografía era una parte importante
del patrimonio familiar, parte de los preparativos de una boda en una remota
aldea era el concertar la visita del fotógrafo ambulante para que dejara
constancia de esa fecha inolvidable.
De
igual modo, podía requerirse sus servicios para una reunión familiar, un
bautizo, una comunión o una defunción.
El fotógrafo ambulante dejaba así con su trabajo un
testimonio valioso que se atesoraba durante décadas e incluso formaba parte del
legado que heredaban sus hijos o nietos.
Esa polvorienta caja con viejas fotografías…
Pero para muchas familias, el humor no podía tener cabida en
su modesto presupuesto familiar, de modo que los servicios del fotógrafo
ambulante tenían que limitarse forzosamente a retratar los instantes más
importantes de su vida.
Así nacieron esas fotografías que conservamos hoy con
sus manchas de humedad y su entrañable deterioro.
La única foto de nuestro
abuelo, el único retrato que tuvo en su infancia nuestra madre, la única
imagen, y solamente ésa, en la que nuestro padre parece sonreír feliz y sin
rastro de preocupaciones, seguramente por lo especial que se le antojó ese
mágico momento.
Los fotógrafos ambulantes viajaban en muchas ocasiones con
diferentes elementos de escenografía buscando tentar a sus posibles clientes
con instantáneas más aventureras, cómicas,
espectaculares… así, el fotografiado
podía elegir retratarse, impecable-mente vestido como un capitán, delante de un
telón que mostraba el mar y un barco de guerra.
O encajar su cabeza en la
silueta de un vaquero, engañar al espectador más ingenuo subido a un caballo de
cartón u ofrecer, sin más, una imagen divertida con un punto de humor.
Hoy, poco a poco, los fotógrafos ambulantes han ido
desapareciendo de las calles de los pueblos, de los senderos de montaña que
llevan a las aldeas más remotas. Apabullados por la popularización de las
cámaras fotográficas, por la sencillez de su manejo, por su ya habitual
presencia en los bolsillos de nuestras ropas.
Pero no se han ido sin dejar rastro, todo lo contrario.
Tras
de sí han dejado cientos, miles, millones de momentos inmortales. Situaciones,
personajes, lugares, eventos que no volverán a ocurrir y que ahora están
encerrados en cajas, en álbumes, en las galerías y archivos de los museos
etnográficos…
Los fotógrafos ambulantes existieron una vez, dedicaron sus
vidas a inmortalizar las nuestras y crearon con su abnegada labor uno de los
mayores tesoros que un ser humano puede guardar: recuerdos.
por Sonia Meza en Mayo 18th, 2015
Fuente: http://blog.myheritage.es/
No hay comentarios:
Publicar un comentario